Las vestimentas actúan como escenografía sometida a continuos cambios semánticos,
según la luz, los reflejos del video, o la ubicación que el contemplador elija en el espacio. La
performer camina, ensimismada, en ciertos momentos, casi absorta. En su caminata dis-
tribuirá elementos cotidianos travestidos, sin valor funcional y asumiendo un rol de signos
mansamente consagratorios. Algo así como elementos litúrgicos de un ceremonial que tras-
ciende lo discernible, que puede entrampar en simulados misterios. No catequizan, abando-
nan toda vocación de discurso aleccionador. Apenas la densidad muy espesa del silencio o
de posibles sonidos que ofician como parodias del silencio. Lo más significativo: en ese país
ficticio, en los gestos de las rutinas diarias, la mujer sigue sirviendo. Un corto experimental
donde reaparecen los platos, girando, alternando con el pasaje de imágenes en blanco y ne-
gro, muchas de ellas logradas incluso por la intervención directa del celuloide, por la injerencia
de otros elementos. Un casi cine de fragancias dadaístas. En tanto vestiduras, cargan con el
equipaje real o imaginario atesorado en lo individual y donados por la memoria colectiva.
Hace ya buen tiempo que Olga Bettas viene explorando con la cuestión de las vestimentas
como una segunda piel, especie de manto simbólico, de desplazamiento metafórico. Primero
fueron chalecos-corazas, bustos sin rostro que anulaban lo humano, una definición de identi-
dad. Aunque no manifestaban claramente una filiación de género, la cercanía con el corsé, los
intentos de fractura, los hacen bordear un posible comienzo, un muy singular relato de género.
De paso, marcaban el comienzo de una preocupación por el ser humano en general, más allá
de la cuestión de género. Siguen series de corpiños, de prendas mal llamadas íntimas. Las de
procedencia femenina se exasperan en un kitsch, las de procedencia masculina se “amarico-
nan” gozosamente. De alguna manera, los límites vuelven a confundirse.
En esta experiencia, las vestimentas son esencialmente utilería que irá modificándose según
la puesta en escena que cada espectador decida. Olga Bettas se esmeró, sobre todo para
que todo el evento se impregnase de acentos autorreferenciales, de la experiencia propia, del
entorno que la rodea y la nutre. Una instauración que fusiona despreocupadamente la ironía,
el humor negro, no exento de tonos oscurísimos. No se pueden guardar en ningún guardar-
ropa, no se pueden usar, porque entre alfileres y bolitas que penden por cualquier lado, cas-
tran sueños falsos, opulencias bijouterescas, comodidades de consumos. Esas vestimentas a
veces suntuosas, otras de una precariedad desoladora, participan lo que sucede más de las
lecturas siempre distintas de cada espectador.
Alfredo Torres
(1) María Zátonyi: Juglares y trovadores. Derivas estéticas. Capital intelectual. Buenos Aires, Argentina. 2011