El rol de la performer (Victoria Zabaleta) pretende ser elemento esencial en el juego de posi-
bles significados. Ya sea ésta valorada como travesía, itinerario, procesión, entre vestimen-
tas que siempre, por vuelos de la imaginación terminarán siendo fantásticas vestimentas del
alma. Principalmente por ser inherentes a la sociedad occidental, oficiando como elementos
metafóricos de la condición femenina. Parte esencial, explícita o soterrada, de ciertas costum-
bres devenidas rituales socialmente aceptados. Buscando aun hoy, reiteradas marginaciones.
Generación tras generación, muy poco ha cambiado para que casi todo siga como está. Más
allá de ciertas libertades entregadas como amables concesiones antes que como derechos in-
herentes. Gestos displicentes que han logrado mantener una situación de dominio patriarcal, y
de sutiles pasividades subalternas, aun serviles, perpetrando multiplicados delitos de persona.
La mujer sirve para servir, convicción laboriosamente erigida por nuestros regresivos ante-
pasados. Por cierto, también para preservar la especie. Posición de dominio que de manera
disimulada o manifiesta aún sostiene sus respectivos descendientes. La varias formas de
violencia contra la mujer padecida por la sociedad uruguaya sirven como testimonios abru-
madores. Pero la intención de Olga Bettas busca alejarse del ejercicio melodramático de la
didáctica catárquica que tiene la efectividad de una tempestad extremadamente pasajera.
Quizás a la manera de una nueva Alicia quiere instaurar su propio País de las Maravillas.
Como el personaje carrolliano elije escapar de los nuevos paradigmas capitalistas, colonialis-
tas, para colarse por las rendijas de una realidad alternativa, una realidad otra.
“Alicia es la niña paradójica que se deslizó entre las rendijas del dogma; es la metáfora de
una realidad compleja y subjetiva, es la lógica absurda de lo que no hay pero quisiera haber
contra lo que hay pero ya es incapaz de sostener su propia identidad. Alicia, pequeña y vol-
untariosa, dulce, perspicaz e ingeniosa, enviste solita el paradigma, lo provoca, busca sus
intersticios, sus posibles grietas y ataca con decisión. Es precisa pero divaga; divaga pero no
titubea, no vacila pero titubea, no es astuta pero sí avispada, es amable pero se enfurece, es
una niña sabia y sagaz. Es pero no es. Se resbala sobre los actos, penetra, no obstante, en
su grave e inexistente profundidad, y se despreocupa preocupándose; ya atravesó el espe-
jo, ya esta en el otro lado”(1). Es la preocupación por su existencia de niña mujer, sostiene la
teórica de arte húngaro-argentina María Zátonyi. De alguna manera, Olga Bettas, emprende
mediante esta propuesta, madura, casi como una revisión de vida, encontrar los intersticios
de las vestiduras y descubrir las buenas y malas memorias que a ellas se han ido adhiriendo.
Las vestimentas actúan como escenografía sometida a continuos cambios semánticos,
según la luz, los reflejos del video, o la ubicación que el contemplador elija en el espacio. La
performer camina, ensimismada, en ciertos momentos, casi absorta. En su caminata dis-
tribuirá elementos cotidianos travestidos, sin valor funcional y asumiendo un rol de signos
mansamente consagratorios. Algo así como elementos litúrgicos de un ceremonial que tras-
ciende lo discernible, que puede entrampar en simulados misterios. No catequizan, abando-
nan toda vocación de discurso aleccionador. Apenas la densidad muy espesa del silencio o
de posibles sonidos que ofician como parodias del silencio. Lo más significativo: en ese país
ficticio, en los gestos de las rutinas diarias, la mujer sigue sirviendo. Un corto experimental
donde reaparecen los platos, girando, alternando con el pasaje de imágenes en blanco y ne-
gro, muchas de ellas logradas incluso por la intervención directa del celuloide, por la injerencia
de otros elementos. Un casi cine de fragancias dadaístas. En tanto vestiduras, cargan con el
equipaje real o imaginario atesorado en lo individual y donados por la memoria colectiva.
Hace ya buen tiempo que Olga Bettas viene explorando con la cuestión de las vestimentas
como una segunda piel, especie de manto simbólico, de desplazamiento metafórico. Primero
fueron chalecos-corazas, bustos sin rostro que anulaban lo humano, una definición de identi-
dad. Aunque no manifestaban claramente una filiación de género, la cercanía con el corsé, los
intentos de fractura, los hacen bordear un posible comienzo, un muy singular relato de género.
De paso, marcaban el comienzo de una preocupación por el ser humano en general, más allá
de la cuestión de género. Siguen series de corpiños, de prendas mal llamadas íntimas. Las de
procedencia femenina se exasperan en un kitsch, las de procedencia masculina se “amarico-
nan” gozosamente. De alguna manera, los límites vuelven a confundirse.
En esta experiencia, las vestimentas son esencialmente utilería que irá modificándose según
la puesta en escena que cada espectador decida. Olga Bettas se esmeró, sobre todo para
que todo el evento se impregnase de acentos autorreferenciales, de la experiencia propia, del
entorno que la rodea y la nutre. Una instauración que fusiona despreocupadamente la ironía,
el humor negro, no exento de tonos oscurísimos. No se pueden guardar en ningún guardar-
ropa, no se pueden usar, porque entre alfileres y bolitas que penden por cualquier lado, cas-
tran sueños falsos, opulencias bijouterescas, comodidades de consumos. Esas vestimentas a
veces suntuosas, otras de una precariedad desoladora, participan lo que sucede más de las
lecturas siempre distintas de cada espectador.
Alfredo Torres
(1) María Zátonyi: Juglares y trovadores. Derivas estéticas. Capital intelectual. Buenos Aires, Argentina. 2011
No hay comentarios.:
Publicar un comentario